EL TIEMPO EN ESTEPA

EL TIEMPO: PREVISIÓN METEOROLÓGICA PARA ESTEPA

jueves, 7 de mayo de 2009

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Fragmento de un capítulo de mi libro: "Del Guadalquivir al Paraná", en el que se cuenta la partida desde el Puerto de Sevilla a las tierras del Nuevo Mundo, de los Licenciados y Oidores de la Real Audiencia; el estepeño don Juan de Torres de Vera y Aragón, y el montillano don Egas Venegas, narrado por Cristóbal de Montesinos Navarrete, el criado de don Juan de Torres, cuarto y último Adelantado de los territorios del Río de la Plata, y fundador entre otras, de la ciudad de "San Juan de Vera de las Siete Corrientes", la actual Corrientes, en Argentina.
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SEVILLA, OTOÑO DE 1565
EL VIAJE AL PERÚ
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Todo estaba ya preparado.

Hacía mucho frío en esos primeros días de diciembre, y a veces llovía tanto, que el Guadalquivir amenazaba con grandes riadas que entraban e inundaban el centro de Sevilla y los arrabales cercanos, llevándose por delante las casas más humildes, y cuanto se ponía a su alcance, trayendo la desolación, epidemias, muerte, y más pobreza aún de la que ya tenían las desgraciadas gentes que todo lo perdía sufriendo aquellas furiosas venidas del gran río.
Aunque el ánimo permanecía presto y buena por ende la voluntad; la preocupación por tan larga travesía era también mucha, infundiéndonos a todos gran temor el acometimiento de tamaña empresa, por lo incierto de nuestro futuro en tierras desconocidas.
Y por fin llegó el tan deseado día.
Trasladamos al puerto nuestras cargas de equipajes y comidas, y los estibadores lo embarcaron todo en las bodegas de una gran nave atracada en el Arenal, entre la Torre del Oro y el puente de barcas.
Puerto de Sevilla en el siglo XVI
El puerto estaba ese día muy concurrido de gentes que allí acudían por diferentes motivos: unos a trabajar en la estiba, otros para embarcarse, y muchos de ellos para despedir a sus familiares y amigos, así como los que sólo iban para curiosear.
Después de bien cargada la carabela, y hechas las últimas comprobaciones de los pasajeros a bordo según el libro de asientos, el navío soltó las amarras que lo unían al muelle, y lentamente comenzó a abandonar el puerto sevillano.
El Guadalquivir brillaba reflejando en sus aguas el tímido sol de la tarde otoñal, pareciendo llorar unas lágrimas de despedida.
Los marineros comenzaron entonces a trabajar activamente para desatracar y terminar de despegar el costado de babor, del muro del embarcadero.
Era una hermosa nave como aquellas con las que yo siempre soñaba que un día me llevarían lejos. Lucía en el mástil del castillo de popa una gran bandera con las enseñas de los reinos de España, unidas en un hermoso escudo real, que no dejaba de ondear con el suave viento.
También estaba adornada con muchas banderolas y gallardetes de varios colores, que pendían luciendo en lo más alto del palo mayor y de los demás mástiles.
Desplegó todo su blanco velamen continuando la maniobra con leves movimiento, encarando su rumbo hacia la salida del puerto navegando dócilmente, Guadalquivir abajo.
A la derecha del río estaba Triana, y lentamente quedaba atrás Sevilla; y en ella, una gran multitud de gentes compuesta por familiares y conocidos de los embarcados, que agitaban con tristeza grandes pañuelos y sombreros, con sus manos alzadas al aire para despedirnos.

...Y la nave seguía lenta, surcando las aguas del río.

La silueta de las murallas y de las Torres del Oro y de la Plata, la Catedral, la Giralda y todos los demás campanarios y edificios, nos parecieron más bellos desde la lejanía, bañados como estaban, por la suave luz del tibio sol otoñal de los primeros días de Diciembre.
De la misma forma que al salir de Estepa, la tristeza nos embargó más si cabe, pues atrás dejábamos ahora las tierras de España sin saber ciertamente, si algún día volverían nuestros pies a hollarlas de nuevo.
La bellísima imagen de Sevilla quedaba gratamente impresa en la mente de todos nosotros, y en los corazones; el sentimiento de amor a la tierra.
Nos alejábamos de la ciudad mientras su contorno se empequeñecía cada vez más, a medida que el galeón surcaba los meandros río abajo, hasta desaparecer por completo de nuestra vista; borrosa ya por las lágrimas.

El paso por tanto, estaba dado, y había que afrontar lo que el Destino gustase reservar para nosotros a partir de ahora.
Así pues, a pesar de la tristeza, levantamos el ánimo bebiendo de una de las botas de pellejo que el Licenciado Venegas llevaba llenas del buen vino de su tierra, -y cantando algunas trovas de aquellas que mi señor muy bien acompañaba con los sones de su laúd-, brindamos por el futuro haciendo votos por el buen término del viaje.
Entre trago y trago embaulábamos buenos trozos de jamón, morcilla, chorizo y otras viandas de matanza, y la noche se nos hizo llegando a Sanlúcar de Barrameda, en el litoral atlántico, después de haber navegado algo más de las catorce leguas que río abajo la separan de Sevilla.
Con el espíritu un poco más feliz merced a las euforias regaladas por Baco, y los estómagos bien llenos, vínose a nosotros una gran modorra que nos hizo marchar a los camarotes de las bodegas para abandonarnos en los dulcísimos brazos de Morfeo.
Mientras tanto, el navío íbase adentrando en la tenebrosa oscuridad de la noche, inmerso ya en el gran Océano, con el rumbo que marcaban las estrellas puesto hacia las ignotas tierras del Nuevo Mundo.
Llegó así el amanecer de nuestro primer día de navegación, y el trajín acompañado del vocerío de la tripulación nos despertó muy temprano.
El vaivén de la nave al que no estábamos acostumbrados, hízonos sentir peor de lo que quisiéramos, agudizando más aún el malestar que padecíamos por los largos y generosos tragos del vino montillano que bebimos quizás en demasía, la noche anterior
El Atlántico en algunas ocasiones permanecía en calma, y en otras muchas, agitado, haciendo crujir las maderas, mástiles y cabos, balanceando monótonamente la nao, que subía y bajaba la proa sin dejar de navegar avanzando en las aguas.
Para mí todo aquello era nuevo; la pesadez y lentitud del viaje, con gran peso, muchos pasajeros y poco espacio, hacían que los días fueran interminables y que las primeras noches las pasara en penosa vigilia sobre la cubierta, mirando las estrellas en el cielo, e imaginando despierto la inmensidad de aquél Océano y lo que nos aguardaría tras sus oscuras aguas, al llegar a tierra firme.
Después de muchos días de navegación, por vez primera divisamos tierra.
Era la primera escala, y en ella, vinimos a recalar en las Canarias donde se aprovisionó la nave de comida fresca para prevenir la temida enfermedad del escorbuto que padecían aquellos que afrontaban largas travesías; por suerte la nuestra no lo era en demasía, pero siempre es bueno prevenir.
Por ello cargóse allí gran cantidad de pan, verduras y frutas naturales de aquellas islas, que enriquecerían nuestra dieta. Y sobre todo, muchos barriles de agua.
Aquel puerto insular sería el último en el que haríamos escala, acometiendo desde allí la segunda parte y más larga de nuestra navegación a las tierras del reino, en las Indias.
Dos días después de nuestra llegada al archipiélago de las Canarias, la nave zarpó haciéndose a la mar nuevamente, y comenzó su singladura por el gran Océano dejándose llevar empujada la popa por los favorables vientos alisios que soplan constantemente, ayudándonos sin duda, a llegar más prestos a nuestro destino.
La inestimable experiencia del capitán que la gobernaba, y de la tripulación, harían el resto.
Por ser harto cansado de contar, sobra relatar aquí todo lo sucedido durante la travesía, y no quiero caer en la monotonía de lo acontecido un largo día sobre otro, por lo que me limitaré a decir que pasados unos cien días aproximados de navegación que nos parecieron interminables, por fin y gracias a Nuestro Señor, después de muchas dificultades en el viaje divisamos con bien las tierras de Indias, cuando casi mediaba el mes de febrero del año 1566.

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