EL TIEMPO EN ESTEPA

EL TIEMPO: PREVISIÓN METEOROLÓGICA PARA ESTEPA

sábado, 23 de enero de 2010

FRAGMENTO DE UN
COLOQUIO SOBRE EL TEMA:
RECUERDOS, VIVENCIAS Y AÑORANZAS DE UN NIÑO,
EN LA PUEBLA DE LOS AÑOS
CINCUENTA
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Me crié entre personas que a pesar del tiempo transcurrido, aún hoy después de tantos años, las recuerdo con mucho agrado y un gran cariño.
Además del de mis padres en mi casa, también gozaba del amor y el afecto de un matrimonio vecino -personas ya mayores y sin hijos-, que veían en mí al niño que nunca tuvieron.
No puedo ni podré olvidarlos nunca: él se llamaba Juan Gutiérrez Arcedo, o Salcedo. Hombre de aspecto muy serio y callado, recto y formal; pero de una gran bondad conmigo. Junto con su mujer, ambos me regalaban todo el cariño y la ternura que podían dar.
De Juan tengo muchos y buenos recuerdos. Como cuando salía de compras por artículos para vender en su pequeña tienda de barrio, o verlo en su corral cuando tostaba en un bombo de chapa la cebada que luego molía para venderla –llamada “rebujina”-, como sustituto o suplemento que se mezclaba con el escaso café que entonces había, casi todo traído de estraperlo.
Tampoco se me pueden olvidar las veces que me subió a su mula, sujetándome con sus manos delante de él, cuando iba a dar de beber al animal al abrevadero de “la foronguilla”, nombre deformado popularmente, de la fuente llamada “La Fuenlonguilla” cuyo entorno ha sido embellecido.
Hoy, estoy seguro que en aquellos momentos, llevándome con él entre sus brazos, se sentía ejerciendo la función que como padre nunca pudo realizar, por no haber querido el destino dales descendencia. Por esa razón, yo sentía su cariño como el de un padre.
Ella era María Cárdenas González, conocida por todos en La Puebla como “María la contrabandista”. Mujer cuyo espíritu rebosaba una gran humildad, muy callada, bondadosa, comprensiva y sobre todo abnegada. Para mí, tanto ella como su casa representaban el refugio de todos mis males, cuando en la mía las cosas se ponían difíciles o complicadas por alguna travesura llevada a cabo.
De pequeño, algunas veces en los días que había tormentas, me tomaba en sus brazos y sentada en su mecedora, me acurrucaba contra ella meciéndome para mitigar mi miedo, -o tal vez el suyo-, con mi compañía de niño muy querido por ella.
A veces, Juan se quedaba mirándome y sus ojos se enternecían brotando de ellos unas tímidas lágrimas, quizás, -y como antes he dicho-, entristecido por ver en mí al hijo que nunca pudo tener.
Más de una vez llegó a decirle a mi madre que le dejara al niño, para ser ellos quienes lo criaran. Nunca los olvidaré, a pesar de haber transcurrido ya más de cincuenta años.
Ahora recuerdo con nostalgias de un tiempo ya pasado y lejano, que fueron muchas, las veces que en las calurosas noches del estío, solía acompañar a María a las sesiones de cine de verano que se daban al aire libre tanto en el cine de “Carito” en la calle Granada, como en el que había en el Paseo, donde durante la proyección de la película tras el “No-do”, se comían aquellas pipas tan saladas que se vendían en cucuruchos de papel, y se calmaba luego la sed con los vasos de agua que un aguador vendía por los pasillos de la sala entre las filas de sillas de madera con asientos de enea, al precio hoy irrisorio de una “chica” o una “gorda”, mientras veíamos entre otras, las películas de la época sobre bandoleros, de Lola Flores, Antonio Molina o los niños prodigio de entonces; Marisol y Joselito, además de otros muchos artistas y películas que estaban de actualidad en la cartelera cinematográfica de entonces.
Eso era lo que había.
El cine, durante los años cuarenta, cincuenta y posteriores, constituía un importante fenómeno sociológico de masas, y era casi la única distracción que se tenía junto con los programas de la radio, a los que sólo podían acceder para oírlos, las familias que tenían la suerte de poseer uno de aquellos cacharros receptores hechos de madera, con grandes botones para sintonizar las frecuencias y las bandas, de los que hoy aún quedan muchos, pero han pasado ya a ser objetos muy cotizados por coleccionistas, como piezas de museo que casi simbolizan el recuerdo nostálgico de una época afortunadamente ya pasada, y muy dura.
Para dar una idea de la importancia que tuvo el cine en nuestro pueblo, les diré que La Puebla en los años cincuenta y tantos contaba con cinco salas de proyecciones; dos de ellas normales o cerradas en la calle Victoria; una de las cuales, era conocida como “el cine de Morilla” junto a donde se hallaba el edificio de la Caja de Ahorros San Fernando, que por esos años se construyó, y que como cosa novedosa para nosotros los niños, contaba entre sus obras sociales con una biblioteca que era pública -la primera que vi en mi vida-, y se podía visitar por las tardes para leer en ella sus libros y cuentos.
El otro, se llamaba cine Victoria y estaba situado en la misma acera, pero un poco más adelante, en dirección al convento.
Y tres más, eran los cines de verano que como muchos de ustedes he conocido y recuerdo; uno en la acera derecha de la calle Victoria, otro, el llamado de “Carito” que estaba en la calle Granada, y el último en el paseo, frente a la entrada del recinto ferial.
La televisión en blanco y negro aún no había aparecido por aquí inundando de imágenes los hogares. No recuerdo con certeza el año, pero debería ser en el transcurso de los finales de la década de los cincuenta, cuando por primera vez vi la televisión; descubrimiento de una invención novedosa, un fenómeno mágico y casi misterioso para nosotros entonces, pues ¿cómo era posible que en una caja de madera con una pantalla de cristal se pudiera ven lo que estaba ocurriendo a muchos kilómetros de distancia?
Fue en un establecimiento que se conocía como “la tienda amarilla” en la calle Marchena, donde como novedad para enseñar al público, en uno de sus balcones había sido colocado provisionalmente uno de aquellos aparatos de televisión en el que entre rayas y neblinas por la mala recepción o sintonización, se podía ver no sin cierta dificultad, lo que parecía ser la retransmisión de un partido de fútbol, y recuerdo muy bien que en la calle habíamos muchos niños y mayores curiosos, que mirando hacia arriba presenciábamos muy sorprendidos el nuevo invento que había llegado a La Puebla.
Aquella nueva experiencia tecnológica en blanco y negro fue asombrosa tanto para mí, como para cualquiera en esos años donde como diversión o entretenimiento que nos aportara novedades del exterior al casi incomunicado mundo rural, tan sólo había la radio: principalmente, se oían aquí Radio Sevilla de la cadena Ser, Radio Morón y Radio Nacional de España, en cuyas emisiones de ondas media y corta abundaban sobre todo concursos, programas de discos dedicados, las retransmisiones deportivas de los domingos, e interminables novelones radiofónicos muy en moda y apreciados en ese tiempo, emitidos por la noche en capítulos diarios, y patrocinados por aquél nuevo producto llamado Cola Cao.
En la Biblioteca de
La Puebla de Cazalla, (Sevilla)
el día 22 de febrero de 2008

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