FRAGMENTO DEL CAPÍTULO SÉPTIMO DE MI LIBRO:
"DANIEL Y EL MAR: EL REGRESO"
"LA APARICIÓN"
__________
A Daniel le pareció cosa muy rara que las gaviotas y los demás pájaros que a esas horas siempre solían merodear tranquilamente por la playa buscando algo de comida, hubiesen desaparecido del lugar como por arte de un encantamiento, y en tan sólo unos instantes.
Reinaba un enorme silencio acompañado de una calma que lo envolvía todo, con la sola excepción del rumor de las olas que se podían oír batiendo mansamente, dejando posar su espuma blanca sobre la suave orilla.
El día se había marchado poco a poco durante el sueño del niño, y ahora la tarde comenzaba a ceder su sitio a la noche, que con su oscuro manto se iba instalando en el cielo haciendo que titilantes estrellas y luceros, asomaran con timidez su brillante mirada sobre mares y tierras.
Daniel se halló despierto y solo, escondido en medio de las dos barquitas que lo resguardaban del frío que empezaba a sentir, y de la vista de los demás; aunque ya hacía mucho rato que los amigos se habían ido con sus madres a casa.
La playa aparecía ahora más solitaria que nunca, y persistía el insólito silencio que lo envolvía todo.
La oscuridad no era mucha, pero sí suficiente para que el niño comenzara a sentir miedo, después de haber despertado hallándose en un lugar tan apartado y solitario.
Tímidamente, y haciendo un gran esfuerzo para vencer dicho miedo, se agarra con sus manos al borde de la barca tras la que se oculta, y comienza a levantarse con lentitud hasta asomar la cabeza por encima de ella, para comprobar si había alguien más por allí cerca. A nadie ve, y nada oye.
Metido ya en la incipiente oscuridad de la noche, Daniel empieza a distinguir una luz desconocida, tenue, que no molestaba a sus ojos y procedía de un lugar no muy retirado de donde él se hallaba, en el que había varias barquitas más, encalladas en la arena y cargadas con las redes y demás artes de pescar, dispuestas para hacerse a la mar muy de madrugada para traer a tierra la captura diaria.
-¿Qué era aquello? –se preguntó sorprendido.
La luz resplandeciente estaba allí. No podía provenir de ningún farol o lámpara de las que se usan en los barcos para la faena nocturna, porque sencillamente: allí no había nadie que la hubiera encendido, pues la playa hacía mucho rato que se había quedado sola, -desde la tarde-, y ya casi había anochecido. Y además, el resplandor que se apreciaba, se extendía más y era diferente al producido por cualquier lámpara de barca.
Al ver la desconcertante luz, con la misma rapidez de un rayo, Daniel volvió a agachar la cabeza ocultándose otra vez en su seguro escondite tras la barca, permaneciendo muy quieto, asombrado, con el ojo avizor y el oído bien dispuesto, para descubrir el menor ruido que de allí viniera.
Ahora su extrañeza iba en aumento.Después de unos breves minutos pensando qué hacer, sus pequeñas manos con los deditos temblorosos se volvieron a aferrar al borde de la barca, y muy lentamente, fue alzando la cabeza hasta llegar a asomar por encima del filo unos ojos muy abiertos; observadores y prestos siempre para ver y saber qué era aquello tan raro que estaba presenciando.
Lo que veía era un resplandor con brillo y luz de apagada luminosidad llena de encanto, de la que emanaba más sosiego y calma, que temor. Los colores que desprendía dicha luz comenzaron a tornarse gradualmente con matices que cambiaban del azul celeste al rosa, y después al blanco, volviendo a tomar otra vez nuevas y bellísimas tonalidades siempre muy tenues y de preciosa delicadeza. Y tan asombrosa luminiscencia, aparecía situada encima de una de las barcas.
Daniel abrió todavía más, sus espantados ojillos, y a pesar de ello –como se ha dicho-, esa claridad no le producía molestia o daño alguno a su vista; sino más bien un atrayente embeleso. El fenómeno de luz y color lo había sumido en tal estado de seducción, que durante un tiempo no muy prolongado, fue incapaz de reaccionar.
Pero como la curiosidad en el hombre y aún más en los niños, lo puede todo; para Daniel no iba a ser menos, y esa curiosidad venció su miedo haciendo que decididamente marchase hacia el lugar, atraído sin duda por el encantador resplandor que de allí emanaba.
Se fue acercando resuelto, a la vez que un poco temeroso de ese fenómeno para él desconocido. Pero aún así, le gustaba contemplarlo a pesar del recelo que sentía por presenciar algo que nunca antes había visto. El niño caminaba, y mientras más avanzaba, mejor veía la gran luz que se transformaba, distinguiendo en su núcleo central cada vez con mayor claridad y detalles, los rasgos de un rostro y el perfil del cuerpo de una señora de mucha belleza y ternura, que lo miraba con dulce expresión abriéndole los brazos en actitud de recibirlo en ellos.
La imagen difusa e indeterminada que al principio presentaba la mujer cuando apareció envuelta en la luz, se fue configurando lentamente tomando forma, y ahora ya, se podía apreciar con extraordinaria nitidez, la silueta de la dama.
Pero a pesar de tener forma, la silueta femenina parecía ser incorpórea. Sus movimientos eran tan armoniosamente delicados, que en vez de atemorizar al niño, le inspiraban confianza mostrándose agradables a la contemplación.
Se podía apreciar cómo sus pies no rozaban siquiera la superficie de la barca, aunque parecían estar posados sobre las cuerdas y las redes que había amontonadas en la misma.
La levitación y los movimientos de la mujer, ejercieron en el niño tal fascinación, que pronto quedó dominado y maravillado por el encanto de la visión. Daniel se sentía ahora menos temeroso. No sabía quién era, ni qué hacía allí aquella Señora, pero le inspiraba gran confianza y le reconfortaba tenerla cerca con sus delicadas manos extendidas hacia él.
La cara y todo su ser irradiaban un hermoso blancor de pureza, el pelo liso se dejaba caer con delicadeza sobre los hombros y la espalda. Sus vestiduras eran muy simples; el cuerpo aparecía cubierto con una túnica blanca que caía sobre sus pies descalzos, y encima de los hombros descansaba un manto suave de color celeste claro, que parecía no posarse sobre ella, sino más bien flotar, dejando ver sus bellas manos.El resplandor que rodeaba la figura de la dama se iba llenando de diminutas estrellitas similares a los destellos que desprenden las bengalas, y comenzando a girar alrededor de la cabeza, fueron creando un aura circular que la envolvía con partículas de bellísimos colores, que volaban fugaces saliendo luego del contorno del círculo que coronaba su cabeza, esfumándose en todas las direcciones sin llegar a agotarse nunca tan maravillosa energía exuberante de luz y color. El silencio continuaba, y el niño cautivado por el prodigio que contempla, se acerca tanto que acaba por apoyar sus manos en el mismo filo de la barca sobre la que se posa aquella Señora. Ahora ya no tiene miedo alguno, pues le infunde tranquilidad la mirada que siente posarse sobre él.
Al ser tan pequeño, ha de levantar la cabeza y elevar la vista para mirar hacia arriba y ver a la mujer que lo contempla con ternura, dibujando en su rostro la sonrisa más hermosa; aquella con la que sólo las madres saben obsequiar a sus hijos.
De momento, Daniel no hace nada, queda inmóvil y sólo dos lagrimitas se mueven rodando por sus mejillas; pero continúa con la cara levantada y la mirada puesta fijamente en el rostro de la dama, que a su vez, mira las lágrimas tristes del niño, que nunca deberían haber salido de unos ojos tan llenos de inocencia.
El instante que se vive es de una expectante espera por parte de Daniel, que sigue absorto en la contemplación de la leve quietud de la señora, sin atreverse a mover ni uno sólo de los músculos de su cuerpo.
Hasta ese momento los labios de la mujer no se habían movido, aunque tampoco hizo falta, pues comunicaban sin necesidad de hacerlo. Pero inesperadamente para el niño, la señora conmovida por sus lágrimas preguntó con una dulce voz que inundó el aire rompiendo el intenso silencio que reinaba en la playa.
-¿Por qué lloras, Daniel?
Las sorpresivas palabras vinieron como he dicho, a romper el que hasta entonces fue un absoluto silencio, haciendo estremecer al pequeño que no esperaba oír aquella voz. El pasmo sufrido provocó en él un brusco movimiento que le hizo dar un repentino salto hacia atrás.
Permaneció callado sin contestar palabra alguna; sólo miraba atentamente sin salir del asombro después de escuchar la pregunta y haberse retirado violentamente del borde de la barca.
Estaba entre temeroso y sorprendido. ¿Cómo sabía aquella mujer su nombre? -se preguntó.
Pero los maternales ojos de la dama fijaron su profunda mirada en los del niño, haciendo desparecer de inmediato el recelo que había en él. Le reconforta entonces la sonrisa que le dispensa la señora, pero no tiene ganas ni deseos de volver a apoyar otra vez las manos en el filo de la barca.
No sabe bien si acercarse o no. Duda, sigue distanciado de ella sin contestar, cuando la voz armoniosa y dulce volvió a reiterarle la misma pregunta otra vez.
-¿Por qué lloras, Daniel?
Ahora sí se atreve a contestar a la interrogación, pero haciendo él otra.
-¿Eres tú mi mamá? –interpeló.
-No, no lo soy. –contesta la señora.
Al oír la respuesta, la decepción que sufrió le hace bajar la cabeza. Con los ojos aún humedecidos por las lágrimas y la mirada clavada en el suelo, su voz cargada de tristeza sonó de nuevo.
-¡Quiero ver a mi mamá…!
Al conocer que aquella mujer no era su madre, Daniel no esperaba contestación alguna de ella, pero sigue con interés sus movimientos, no dejando de observarla hasta que oye de nuevo su voz que le dice:
-Ya verás a tu madre algún día, Daniel, pero has de esperar mucho tiempo aún para verla. –contestó la señora.
- ¡Pero yo quiero estar con mis padres ahora y todos los días, como los demás niños! –contestó el pequeño un poco enfadado y con cara de mal genio.
-Ya sé que tienes mucha pena por no estar junto a tus padres, y ellos también están muy tristes por no tenerte a ti.
–dijo la señora.-¿Y tú cómo lo sabes? -inquirió el niño contrariado, volviendo a decir casi gritando:
-¡¡Pero yo quiero conocer a mis papás!!
-Mira hijo –le contestó la señora-, yo te prometo que cuando pasen muchos años irás donde están tus padres, y podrás verlos y estar siempre junto a ellos.
El temor fue desapareciendo en él, y como el diálogo se iba haciendo cada vez más fluido entre ellos, el niño volvió a decirle otra vez a la dama:
-Pero ahora que soy pequeño, los necesito…y quiero verlos.
Así contestó Daniel con algo de mal humor a la señora, que volvió a dirigirse a él de esta forma:
-Tienes que ser bueno, y has de prometerme que no dirás a nadie que me has visto, ni lo que hablas conmigo.
-Bueno, pero yo quiero que vengas a mi casa, con mis abuelos. –dijo el niño ingenuamente.
A lo que contestó la señora:
-No, no puedo ir contigo Daniel, pero has de saber que yo estoy muy cerca de ti, y siempre lo estaré, aunque no me veas.
Estas últimas palabras no acertó a comprenderlas bien el niño, y por ello, vuelve a preguntarle:
-¿Tú de donde eres?
Nada respondió a eso la Dama, pero la dulce expresión sonriente que nunca abandonó su rostro, se hizo aún mayor.
Las blancas y delicadas manos que durante todo el tiempo que estuvo presente habían permanecido cruzadas sobre su pecho, se descolgaron ahora abriéndose en actitud de cariñosa acogida hacia el niño, o más bien quizás, expresando una extraña forma de despedirse de él.
Y en esos instantes, la luz tan serena y bella que emanaba de su cuerpo, se fue atenuando con lentitud, como bajando su intensidad y fulgor progresivamente hasta llegar a desaparecer delante de los vivaces ojos del pequeño.
La señora ya no estaba: simplemente, se había ido y él no sabía por donde, ni cómo.
Daniel sorprendido por lo sucedido, no daba crédito a lo que habían visto sus ojos hacía tan sólo unos segundos, y entonces rodeó con rapidez la barca buscando, mirando por todas partes tratando de hallar a la mujer que ahora no veía. Pero todo fue inútil: buscó, volvió a indagar, y por más que lo hizo no la encontró por ningún lugar de los alrededores más cercanos, volviendo nuevamente la normalidad al entorno de la solitaria playa, ya oscurecida.
Durante el breve tiempo que estuvo presente la mujer sobre la barca, el mundo y el tiempo parecieron detenerse alrededor de aquél tranquilo lugar, donde el silencio y la calma fueron tales, que impresionaba. Los pájaros marinos y las gaviotas dejaron de piar y hacer sonar sus alas al revolotear sobre la playa, haciendo pensar a cualquiera que hubiese podido observar tan raro fenómeno, que dichas aves habían desaparecido de la faz de la tierra.
La paz y una inmensa serenidad reinaron allí mientras la esplendorosa dama llenó con su presencia tan bello entorno. Pero ahora que se hubo marchado, el silencio se terminó, los pájaros regresaron otra vez y comenzaron con sus aleteos y estridentes chillidos, a rondar de nuevo por el aire y sobre la arena de la playa.
La vida, el ruido, el movimiento; todo se restableció nuevamente, y hasta el mar después de aquello, volvió a recobrar el sonido rítmico, sordo y monótono del oleaje golpeando sobre la orilla.
No quiso la Naturaleza molestar el hermoso momento del encuentro, y pareció como si deseara detener toda actividad de vida en aquél lugar, para favorecer así la íntima comunicación y el acercamiento que hubo entre Daniel y la dama.
Desde que el niño vio a la señora, y hasta que ésta se fue, no transcurrieron más que unos minutos, pero la noche ya se había establecido y sus sombras estaban al acecho haciendo que el pequeño sintiera miedo a la oscuridad, y temor a la regañina de los abuelos por la tardanza en volver a casa.
Y así, impresionado todavía por la asombrosa experiencia que había vivido, decidió salir corriendo cuanto antes y lo más rápidamente posible para no provocar la alarma por su tardanza, y la posterior movilización y búsqueda que abuelos, vecinos y amigos, llevarían a cabo por culpa de su travesura.
Tal y como él muy bien había imaginado, la preocupación ya se había extendido entre abuelos, familiares y demás personas del pueblo, que viendo que a esas horas Daniel no estaba en casa y el día había llegado a su final, el nerviosismo por su ausencia había ido cada vez a más, y la intranquilidad por lo que le hubiese ocurrido también era mayor a cada instante.
Cuando ya todos se disponían a salir en busca del niño, éste apareció entrando por la calle larga que llegaba hasta el centro mismo del pequeño pueblo.
Todos los presentes que se hallaban congregados en la puerta de la casa de los abuelos, suspiraron aliviados al comprobar que Daniel no había sufrido daño alguno, y la pesadilla se fue disipando en todos ellos, al tiempo que lo veían llegar con buen talante y un poco preocupado por la actitud de enfado que pudiera encontrar en sus abuelos.
Aún así, venía risueño, decidido y muy contento con cara de no haber roto nunca un plato, andando a saltitos y con una sonrisa de oreja a oreja, queriendo de alguna manera hacer ver a los que le esperaban, que allí no había pasado nada; vamos, que todo estaba bien, y no tenían por qué preocuparse de él.
Todos se quedaron mirando muy sorprendidos por su desparpajo, cuando no era normal que alguien mostrara tanta euforia y naturalidad, sino más bien debería ser todo lo contrario; sentirse temeroso por haber tardado tanto tiempo en regresar a casa, provocando la preocupación de abuelos, familia y vecinos.
Pero su extraña felicidad y el motivo de tan grande alegría, no se debía sino a la fantástica y maravillosa experiencia vivida esa tarde en la playa.
Por su parte, el abuelo estaba irritado por la travesura del niño y decidido a reprender su falta con algún castigo, o prohibiéndole salir de casa para jugar con los otros niños del pueblo, como sanción al suceso que había llevado a cabo quedándose solo al borde del mar hasta tan tarde, y sin antes avisar a nadie.
Pero en el buen hombre -además del mucho amor que le profesaba a su nieto-, pudo más la contagiosa simpatía y desenvoltura que traía el niño con aquél aire de alegre felicidad, haciendo al abuelo reflexionar sobre el tema exclamando:
- Anda… anda, después de todo, no ha pasado nada.
-¡Que le vamos a hacer! –murmuró después el abuelo con ternura.
Y así, quedó Daniel perdonado, pero severamente advertido: jamás debía hacer otra vez aquello bajo ningún pretexto, o de lo contrario, tendría un castigo.
Los vecinos al comprobar que ya todo se había resuelto felizmente, se fueron retirando a sus casas después de ver cómo la abuela tomaba a Daniel en sus brazos y lo entraba en casa para darle algo de cena y acostarlo después de haber vivido una jornada tan larga y un atardecer tan preocupante para ellos; pero maravilloso para el chico.
Desde que el niño vio a la señora, y hasta que ésta se fue, no transcurrieron más que unos minutos, pero la noche ya se había establecido y sus sombras estaban al acecho haciendo que el pequeño sintiera miedo a la oscuridad, y temor a la regañina de los abuelos por la tardanza en volver a casa.
Y así, impresionado todavía por la asombrosa experiencia que había vivido, decidió salir corriendo cuanto antes y lo más rápidamente posible para no provocar la alarma por su tardanza, y la posterior movilización y búsqueda que abuelos, vecinos y amigos, llevarían a cabo por culpa de su travesura.
Tal y como él muy bien había imaginado, la preocupación ya se había extendido entre abuelos, familiares y demás personas del pueblo, que viendo que a esas horas Daniel no estaba en casa y el día había llegado a su final, el nerviosismo por su ausencia había ido cada vez a más, y la intranquilidad por lo que le hubiese ocurrido también era mayor a cada instante.
Cuando ya todos se disponían a salir en busca del niño, éste apareció entrando por la calle larga que llegaba hasta el centro mismo del pequeño pueblo.
Todos los presentes que se hallaban congregados en la puerta de la casa de los abuelos, suspiraron aliviados al comprobar que Daniel no había sufrido daño alguno, y la pesadilla se fue disipando en todos ellos, al tiempo que lo veían llegar con buen talante y un poco preocupado por la actitud de enfado que pudiera encontrar en sus abuelos.
Aún así, venía risueño, decidido y muy contento con cara de no haber roto nunca un plato, andando a saltitos y con una sonrisa de oreja a oreja, queriendo de alguna manera hacer ver a los que le esperaban, que allí no había pasado nada; vamos, que todo estaba bien, y no tenían por qué preocuparse de él.
Todos se quedaron mirando muy sorprendidos por su desparpajo, cuando no era normal que alguien mostrara tanta euforia y naturalidad, sino más bien debería ser todo lo contrario; sentirse temeroso por haber tardado tanto tiempo en regresar a casa, provocando la preocupación de abuelos, familia y vecinos.
Pero su extraña felicidad y el motivo de tan grande alegría, no se debía sino a la fantástica y maravillosa experiencia vivida esa tarde en la playa.
Por su parte, el abuelo estaba irritado por la travesura del niño y decidido a reprender su falta con algún castigo, o prohibiéndole salir de casa para jugar con los otros niños del pueblo, como sanción al suceso que había llevado a cabo quedándose solo al borde del mar hasta tan tarde, y sin antes avisar a nadie.
Pero en el buen hombre -además del mucho amor que le profesaba a su nieto-, pudo más la contagiosa simpatía y desenvoltura que traía el niño con aquél aire de alegre felicidad, haciendo al abuelo reflexionar sobre el tema exclamando:
- Anda… anda, después de todo, no ha pasado nada.
-¡Que le vamos a hacer! –murmuró después el abuelo con ternura.
Y así, quedó Daniel perdonado, pero severamente advertido: jamás debía hacer otra vez aquello bajo ningún pretexto, o de lo contrario, tendría un castigo.
Los vecinos al comprobar que ya todo se había resuelto felizmente, se fueron retirando a sus casas después de ver cómo la abuela tomaba a Daniel en sus brazos y lo entraba en casa para darle algo de cena y acostarlo después de haber vivido una jornada tan larga y un atardecer tan preocupante para ellos; pero maravilloso para el chico.
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