“LOS SECUESTROS EN ANDALUCÍA”
(SEGUNDA PARTE)
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Como quedó dicho en el capítulo primero, en el pueblo de Casariche se hallaba el escondrijo y centro de operaciones de los malhechores que secuestraban a sus víctimas y las escondían en un lugar oculto en la huerta de “el tío Martín”.
Cobrados los rescates que los familiares pagaban por la liberación de los secuestrados, éstos eran puestos en libertad, como ocurrió con José María Reina, un vecino del pueblo sevillano de El Arahal, al que el Tío Martín quiere asesinar tras cobrar el pago de su liberación, y encarga del asesinato a sus compinches “El Maruso” y “el Salamanca”, pero este último, se compadece del joven y lo abandonan de noche en el campo indicándole el camino de La Roda de Andalucía, adonde llega, y buscando el puesto de la Guardia Civil , les cuenta a los agentes la historia de su secuestro y es escoltado por ellos hasta su pueblo.
Igual suerte corrió el niño Antonio Fernández Merino, que durante su cautiverio era cuidado por María Torres la mujer del tío Martín, que lo alimentaba con habas verdes, pan y queso. El niño permanecía escondido en una oscura y húmeda cueva, y tras pagar sus padres los doce mil reales como precio de su rescate, el viejo Tío Martín decide quitarle la traba que atenaza sus tobillos, y ponerlo en libertad. Uno de los bandidos lo sube al caballo, y le sigue otro compañero. Cabalgan varias horas durante la noche, y al fin se detienen bajando del caballo al niño. Entonces quitan al chiquillo los tapones de sus oídos y la venda que cubre sus ojos y le amenazan para que no hable de cuanto le ha sucedido, indicándole la dirección que ha de tomar para llegar a su pueblo.
–Ahora, estate aquí parado –le dice el bandolero–, hasta que dejes de escuchar el ruido de los caballos, y después puedes marcharte.
El pequeño Antonio camina con dificultad en la oscuridad de la noche. Los ojos hinchados no le permiten ver, y sus miembros están entumecidos por la inmovilidad que ha sufrido en su cautiverio, pero avanza por el terreno quebrado de pedregal y matorrales, con miedo en la soledad del campo.
Cuando ya cree no poder seguir caminando, oye cercanos los perros que ladran y gallos que cantan. Está llegando a un pueblo, penetra en él por una de sus calles, y llama a una casa que resulta ser de una tía suya que con lágrimas lo recibe, le da de comer y en una cama limpia lo hace descansar de los padecimientos sufridos en tan espantosa aventura.
Por la mañana, su tía lo lleva a casa de sus padres. Está a salvo en su pueblo, Santaella (Córdoba) no muy lejos de Puente Genil, y a unos treinta kilómetros aproximadamente de Casariche, donde permaneció secuestrado.
Ya liberadas, estas personas prestaron declaración ante las autoridades, explicándoles los detalles que recordaban de su cautiverio, resultando ser para la policía y la Guardia Civil de gran importancia sus informaciones para llegar al descubrimiento de la guarida de los bandidos y la posterior detención de éstos.
Por sus pesquisas e informaciones, el sagaz y activo gobernador de Córdoba don Julián de Zugasti, tenía serias y fundadas sospechas respecto a la ubicación del escondite de los bandoleros, y las declaraciones de los liberados vinieron a confirmar dichas sospechas esclareciendo muchas incógnitas respecto al caso de los secuestros en estas tierras de Andalucía.
Recelando el gobernador que por estos lugares podían estar los escondites, se propone crear una especie de policía secreta denominada de Seguridad Pública.
Para ser el jefe de dicho cuerpo policial ha de buscar al hombre idóneo, y lo halla en la persona de don Mariano de Luque, un antiguo militar natural de Montilla (Córdoba), que era jefe de estación en el ferrocarril de Córdoba a Málaga. Y entre él y el gobernador, se dedican entonces a buscar y reclutar a los hombres que necesitan para prestar servicio de vigilancia y espionaje, formando parte de ese cuerpo secreto de Seguridad Pública.
Al cabo de poco tiempo, consiguen reunir un grupo de unos cien hombres decididos, honrados y buenos tiradores dispuestos a combatir el crimen, de entre los cuales, elije una sección de caballería. Todos ellos divididos al estilo romano en decurias, y sometidos a fuerte obediencia y disciplina de la Guardia Civil.
Como paga, se les asigna diariamente nueve reales a los de infantería, y trece a los de caballería.
No lucen distintivo exterior que los identifique, lo que les permite pasar desapercibidos entre la gente viajera y los caminantes; y resultar de gran utilidad para las investigaciones, con ojos y oídos abiertos en fondas, prostíbulos, tabernas, trenes, mercados, caminos, ventas y posadas.
Unos se hacían pasar por mendigos que iban por los pueblos; otros ejercían de afiladores, vendedores, etc.
Por los pueblos y lugares que transitaban, iban anunciando a voces su oficio o la petición de sus limosnas en el caso de los pordioseros. Así, uno de ellos al recibir de una señora un trozo de pan, fue oído por los secuestrados, gritando:
–“¡Dios le bendiga, buena mujer! vengo de la Alameda y voy para Casariche, y hasta ahora no he encontrado un alma caritativa que me socorra”.
De esta forma, con sus voces iban dando pistas que orientaban a los secuestrados sobre su situación geográfica para que al ser éstos puestos en libertad, pudieran declarar lo que oían, a fin de establecer la ubicación de los escondites donde se hallaban retenidos.
A aquellos que se dedicaban a vocear sus itinerarios por caminos y pueblos, sus compañeros con cierta gracia y malicia, les llamaban “cantadores de lugares”.
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En el siguiente capítulo se seguirá relatando el fruto positivo que dio este sistema de información usado por aquellos hombres del cuerpo secreto de Seguridad Pública, creado por el gobernador Zugasti.
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