Hoy, les presento para su lectura,
parte de un capítulo de mi libro:
"DEL GUADALQUIVIR AL PARANÁ"
(Novela biográfica del ilustre estepeño
don Juan de Torres de Vera y Aragón)
***
" En esta parte del relato, el criado de don Juan narra una terrible aventura que pudo terminar en tragedia, y que les aconteció a él y a su tío cerca ya de Estepa, en el manantial que llaman de Roya, cuando guiando su reata de acémilas se dirigían desde Sevilla a la antigua villa estepeña "
_____________
Nada más llegar a la fuente, atamos la reata de acémilas a uno de aquellos frondosos árboles que dan fresca sombra a los viajeros que allí paran y descansan.
El perro seguía con sus insistentes ladridos y nosotros nos disponíamos ya a beber, cuando de una especie de gruta natural -no muy grande- que hay en las rocas detrás de la casa del manantial, salieron tres hombres que hasta el momento de llegar nosotros, habían estado agazapados y escondidos con sus briosos caballos de raza árabe, un poco al resguardo de la vista de aquellos que llegaban al lugar.
Se fueron acercando hasta donde estábamos, llevando en las manos las riendas de sus monturas.
A mi tío Juan, y mucho menos a mí, no nos gustó nada el aspecto de tan extraños hombres que parecían viajeros como nosotros, pero de muy distinta forma a la nuestra, en el vestir y comportarse.
Los pelos de la cabeza y la barba eran de color negro y los llevaban largos, mal cortados y muy sucios.
Iban malamente vestidos con atuendos y ropas castellanas muy raídas y viejas. A mí pareciéronme gentes venidas de otros lugares y lejanas tierras.
Esto hízome pensar y preguntarme: ¿si eran viajeros, porqué habían estado escondidos hasta vernos llegar?
Al punto pensé que temían algo, y eso púsome intranquilo, muy receloso y en guardia.
- ¡Abre los ojos Cristóbal! –díjome mi tío mientras ellos se acercaban a nosotros.
Antes que llegaran más cerca y pudieran oírme, me dirigí a mi tío contestándole muy bajito: -¡desatemos pronto las mulas y sigamos el camino a Estepa; vayámonos de aquí!
Pero ni a mover tan siquiera una sola mano nos dio tiempo, pues antes que lo hiciéramos, sonó una potente y desagradable voz que con tono amenazador nos dijo:
-¿Hacia adonde os dirigís muchacho, y que carga lleváis en las mulas?
El perro seguía con sus insistentes ladridos y nosotros nos disponíamos ya a beber, cuando de una especie de gruta natural -no muy grande- que hay en las rocas detrás de la casa del manantial, salieron tres hombres que hasta el momento de llegar nosotros, habían estado agazapados y escondidos con sus briosos caballos de raza árabe, un poco al resguardo de la vista de aquellos que llegaban al lugar.
Se fueron acercando hasta donde estábamos, llevando en las manos las riendas de sus monturas.
A mi tío Juan, y mucho menos a mí, no nos gustó nada el aspecto de tan extraños hombres que parecían viajeros como nosotros, pero de muy distinta forma a la nuestra, en el vestir y comportarse.
Los pelos de la cabeza y la barba eran de color negro y los llevaban largos, mal cortados y muy sucios.
Iban malamente vestidos con atuendos y ropas castellanas muy raídas y viejas. A mí pareciéronme gentes venidas de otros lugares y lejanas tierras.
Esto hízome pensar y preguntarme: ¿si eran viajeros, porqué habían estado escondidos hasta vernos llegar?
Al punto pensé que temían algo, y eso púsome intranquilo, muy receloso y en guardia.
- ¡Abre los ojos Cristóbal! –díjome mi tío mientras ellos se acercaban a nosotros.
Antes que llegaran más cerca y pudieran oírme, me dirigí a mi tío contestándole muy bajito: -¡desatemos pronto las mulas y sigamos el camino a Estepa; vayámonos de aquí!
Pero ni a mover tan siquiera una sola mano nos dio tiempo, pues antes que lo hiciéramos, sonó una potente y desagradable voz que con tono amenazador nos dijo:
-¿Hacia adonde os dirigís muchacho, y que carga lleváis en las mulas?
–preguntó con acento raro el que parecía ser el jefe del grupo, sin darnos tiempo ya a reaccionar, y mucho menos, a desatar la primera bestia que servía de guía a la recua.
-Venimos de Sevilla señor, y somos unos pobres arrieros que hasta el castillo de Estepa llevamos unas mercancías sin valor, por encargo de un gentilhombre que allí vive -contestó mi tío intimidado y con el ánimo por los suelos, diciendo la verdad y toda la verdad, cual si fuera interrogado por el juez de la Chancillería.
En esos momentos, los rufianes echaron mano a sus alfanjes, que hasta entonces estuvieron enfundados y colgados de sus anchos cinturones de cuero. Parecían estar hechos del mejor de los aceros toledanos, con el que es fama que estén templadas las más renombradas y mejores espadas, y desenvainándolos, dirigiéronse hacia nosotros para cortar las sogas que sujetaban las cargas... o nuestros cuellos; para matarnos a los dos, si se terciaba hacerlo.
¿Quién sabía las oscuras intenciones que guardaban en sus mentes aquella extraña gente de tan fiero aspecto.?
A mí, pareció que de repente me entrara la enfermedad de la tembladera, y creí que al punto las piernas no me sostendrían, echándome por tierra sin remedio por el mucho temblequeteo. Ellos eran tres; nosotros sólo dos: un hombre y un muchacho.
Los forasteros armados con buenas cimitarras; mi tío con un palo para el camino, y yo con la navaja que llevábamos en las alforjas que colgaban de las angarillas, y que no servía mas que para ayudarnos a cortar y comer el pan y el queso, y desollar los conejillos que traía el perro en sus correrías de caza.
No había pues que ser muy listos en demasía para ver que las fuerzas no estaban bien repartidas ni igualadas, y que podíamos acabar allí nuestros días entregando las ánimas intactas al Señor, y los cuerpos a la tierra, destrozados por las temibles y afiladas cimitarras de aquellos hombres.
Mas aún así, no nos habríamos de rendir vencidos a la primera embestida, y de morir, lo haríamos matando; si podíamos.
Retrocedimos un tanto ante el empuje de las curvadas armas y fuimos a colocarnos con una pared rocosa a nuestras espaldas, protegiéndonos la retaguardia para tenerlos a la vista y esperar el ataque de frente, pero incluso así, nos tenían bien cercados y acorralados contra las piedras.
Allí creí acabado nuestro viaje y las vidas.
Ante la mucha desesperación que tenía y el tembleque que no cesaba, no se me ocurrió otra defensa mas que gritar con todas mis fuerzas, -que ya no eran muchas- pidiendo el auxilio de algún pastor o campesino de los que en aquél lugar hubiere por los alrededores.
-¡Favor, auxilio, nos quieren matar! -grité con la furia que me producía el mucho miedo que había en mi cuerpo, y para ver si aquellos paraban en su avance hacia nosotros para asesinarnos sin piedad y robar luego las mercancías y las mulas. Esas eran sus intenciones.
Ya nos dábamos por muertos a manos de tan desalmados tipos, que seguían avanzando lentamente pinchando el aire con sus amenazantes alfanjes, dejando ver la rabia en sus feas y malvadas caras, apretando las mandíbulas y enseñando sus negros dientes podridos, para darnos con su aspecto más miedo aún del que teníamos; que ya era mucho.
Noté cómo algo calentito empezábame a bajar desde la entrepierna. Miré hacia abajo y vi en mi calzón una gran mancha que se extendía por los dos perniles.
Al ver el sol de la tarde reflejar su brillo en las afiladas y relampagueantes cimitarras, el nerviosismo contagió el miedo a mi pobre tío y comenzamos ambos a gritar y a temblar, con todas nuestras fuerzas.
Los tres hombres por estar muy atentos y atareados en el empeño de acometernos, y como daban la espalda al camino, no se percataron de los jinetes que en esos angustiosos momentos por allí asomaban subiendo la cuesta y acercándose al manantial.
-Venimos de Sevilla señor, y somos unos pobres arrieros que hasta el castillo de Estepa llevamos unas mercancías sin valor, por encargo de un gentilhombre que allí vive -contestó mi tío intimidado y con el ánimo por los suelos, diciendo la verdad y toda la verdad, cual si fuera interrogado por el juez de la Chancillería.
En esos momentos, los rufianes echaron mano a sus alfanjes, que hasta entonces estuvieron enfundados y colgados de sus anchos cinturones de cuero. Parecían estar hechos del mejor de los aceros toledanos, con el que es fama que estén templadas las más renombradas y mejores espadas, y desenvainándolos, dirigiéronse hacia nosotros para cortar las sogas que sujetaban las cargas... o nuestros cuellos; para matarnos a los dos, si se terciaba hacerlo.
¿Quién sabía las oscuras intenciones que guardaban en sus mentes aquella extraña gente de tan fiero aspecto.?
A mí, pareció que de repente me entrara la enfermedad de la tembladera, y creí que al punto las piernas no me sostendrían, echándome por tierra sin remedio por el mucho temblequeteo. Ellos eran tres; nosotros sólo dos: un hombre y un muchacho.
Los forasteros armados con buenas cimitarras; mi tío con un palo para el camino, y yo con la navaja que llevábamos en las alforjas que colgaban de las angarillas, y que no servía mas que para ayudarnos a cortar y comer el pan y el queso, y desollar los conejillos que traía el perro en sus correrías de caza.
No había pues que ser muy listos en demasía para ver que las fuerzas no estaban bien repartidas ni igualadas, y que podíamos acabar allí nuestros días entregando las ánimas intactas al Señor, y los cuerpos a la tierra, destrozados por las temibles y afiladas cimitarras de aquellos hombres.
Mas aún así, no nos habríamos de rendir vencidos a la primera embestida, y de morir, lo haríamos matando; si podíamos.
Retrocedimos un tanto ante el empuje de las curvadas armas y fuimos a colocarnos con una pared rocosa a nuestras espaldas, protegiéndonos la retaguardia para tenerlos a la vista y esperar el ataque de frente, pero incluso así, nos tenían bien cercados y acorralados contra las piedras.
Allí creí acabado nuestro viaje y las vidas.
Ante la mucha desesperación que tenía y el tembleque que no cesaba, no se me ocurrió otra defensa mas que gritar con todas mis fuerzas, -que ya no eran muchas- pidiendo el auxilio de algún pastor o campesino de los que en aquél lugar hubiere por los alrededores.
-¡Favor, auxilio, nos quieren matar! -grité con la furia que me producía el mucho miedo que había en mi cuerpo, y para ver si aquellos paraban en su avance hacia nosotros para asesinarnos sin piedad y robar luego las mercancías y las mulas. Esas eran sus intenciones.
Ya nos dábamos por muertos a manos de tan desalmados tipos, que seguían avanzando lentamente pinchando el aire con sus amenazantes alfanjes, dejando ver la rabia en sus feas y malvadas caras, apretando las mandíbulas y enseñando sus negros dientes podridos, para darnos con su aspecto más miedo aún del que teníamos; que ya era mucho.
Noté cómo algo calentito empezábame a bajar desde la entrepierna. Miré hacia abajo y vi en mi calzón una gran mancha que se extendía por los dos perniles.
Al ver el sol de la tarde reflejar su brillo en las afiladas y relampagueantes cimitarras, el nerviosismo contagió el miedo a mi pobre tío y comenzamos ambos a gritar y a temblar, con todas nuestras fuerzas.
Los tres hombres por estar muy atentos y atareados en el empeño de acometernos, y como daban la espalda al camino, no se percataron de los jinetes que en esos angustiosos momentos por allí asomaban subiendo la cuesta y acercándose al manantial.
Pila y abrevadero de la fuente del Manantial de Roya, que describe la novela, y que existe en el bello paraje del mismo nombre; hoy convertido en hotel y complejo de casas rurales. (Foto de José Baez)
-¡Son nuestra salvación! -grité a mi tío, y los dos arreciamos como locos nuestros desesperados gritos de socorro, para intentar parar el acoso que padecíamos, cada vez más estrecho entre nosotros, y las puntas de sus espadas. - ¡Favor señores, auxilio...nos matan!
El grupo de caballeros que en esos momentos llegaba, estaba compuesto por cinco hombres; mas a nosotros pareciéronnos el más hermoso de todos los batallones.
Cuatro de ellos vestían de negro y venían bien armados y pertrechados para la defensa. El otro llevaba un hábito blanco y nos pereció un fraile. Y así era en verdad.
Al oír nuestro angustiado clamor en demanda de ayuda, hundieron las espuelas en los costados de sus cabalgaduras y subieron veloces los cuatro que vestían de negro, haciendo volar sus capas con el aire de la rápida galopada que emprendieron, quedándose el fraile atrás rezagado a lomos de su caballo, con lento caminar y sin demasiados ánimos de socorrernos.
-¡Ténganse presos de la Santa Hermandad! -gritaba fuertemente uno de ellos.
Oír los malhechores el nombre de la Santa Hermandad, y volver sus caras sorprendidos y aterrados, fue todo una misma cosa.
Al punto, dieron un salto rápido y ágil, montaron en sus caballos y con las espadas empuñadas espolearon también, dirigiéndose a toda prisa hacia los altos tajillos y riscos de la sierra, por una vaguada de suave acceso que hay cerca de la fuente.
Los hermosos corceles de unos y otros, resoplaron y se oyeron grandes relinchos y bufidos al sentir los animales el dolor del hierro de las espuelas, cuando les picaban en los ijares para salir zumbando.
Los cuatro jinetes de negro fueron tras sus pasos con el animoso empeño de echarles mano y ponerles grillos, mas la cuesta que acababan de subir poco antes, había aumentado el resuello y menguado las fuerzas de sus caballerías, mientras que las ágiles cabalgaduras de los desalmados estaban frescas y descansadas, por lo que en su precipitada y veloz huída hacia los tajos de la sierra, se fueron distanciando cada vez más de sus perseguidores hasta desaparecer entre los arbustos y matorrales, poniéndose bien a salvo allá arriba en los escondites.
Los otros, al ver que era imposible darles alcance, volvieron atrás sus monturas y desandando el camino, bajaron a auxiliarnos por si era menester hacerlo, a causa de las posibles heridas que nos hubieran hecho aquellos salteadores de caminos.
Por suerte para nosotros, aún no habían llegado a probar el buen afilado de sus alfanjes en las temblorosas y pálidas carnes de nuestros cuerpos.
El fraile desde lejos seguía observando lo que ocurría, sin haber perdido su segura posición a lomos del caballo.
Jinetes y caballerías descansaron jadeantes y después bebieron de aquella fresca agua.
Luego nos dijeron que eran conocedores de las barrabasadas cometidas por quienes nos habían asaltado, y que tuvimos una gran suerte haciendo el Destino que acertaran ellos a pasar por allí en esos momentos, pues los escapados no eran sino malhechores moriscos de las Alpujarras granadinas, que iban fugitivos de las justicias por haber cometido varios asesinatos sin piedad, para robar luego a sus víctimas.
Por las cercanías de la villa de Loja habían asaltado a un desafortunado viajero comerciante que desde Granada se dirigía hacia Málaga, al que después degollaron una vez que le hubieron arrebatado la bolsa y las demás pertenencias de valor que consigo llevaba.
Siguieron después el camino hacia Antequera, donde volvieron a escoger otras desgraciadas víctimas con las que hicieron atroces fechorías muy dignas de aquella gentuza.
Y así, toda una ristra de espeluznantes robos y asesinatos que venían cometiendo por las villas y caminos por donde pasaban, sin haber sido atrapados hasta ahora por justicia alguna, a pesar de ser perseguidos desde que salieran huidos de las Alpujarras.
Tuvimos suerte, ¡loado sea Dios! por haber puesto en nuestro camino a los hombres que nos salvaron.
Ellos dijeron ser los llamados familiares de la Inquisición, que estaban al servicio del Tribunal del Santo Oficio, y que venían dando escolta al fraile de la Orden de Predicadores de Santo Domingo, que desde Sevilla se dirigía a Granada, adonde había sido enviado por el dicho Tribunal para organizar y presidir luego un auto de fe en el que serían juzgados varios moriscos, algunos judaizantes y unos cuantos herejes seguidores de otras distintas corrientes religiosas no católicas.
Este fraile de prominente cabeza tonsurada, a pesar de su cara bonachona y aspecto rechonchote, con la misma mano que beatíficamente lanzaba bendiciones por doquier, firmaba luego las más terribles sentencias que harían llegar a los desgraciados condenados ante la presencia de su Divino Hacedor, previo paso por la tortura, la hoguera o la horca.
Pero a nosotros, y merced al Destino, nos habían salvado de morir en aquél punto y hora, por lo que mostramos a todos ellos un especial aprecio y gratitud, sin olvidarnos de correr a besar efusiva, pero fingida y falsamente la mano de su paternidad el fraile, por la poca voluntad y presteza habidas en él para socorrernos.
Tuve que hacer forzadamente aquél gesto de reverencia, aún estando frescas en mi mente las palabras de mi señor. Pero es mucho el respetuoso acatamiento que en estos tiempos se debe al Tribunal del Santo Oficio y a sus miembros.
Con el miedo aún metido en lo más hondo de nuestros desencajados cuerpos, y mis calzones muy mojados, ya no queríamos permanecer allí por más tiempo, temerosos de que pudieran volver los bandidos moriscos.
Desatamos las mulas y quedamos prevenidos y listos, a la espera de que nuestros salvadores bebieran y descansaran, pero con grandes ansias de ver cómo éstos se ponían al fin en camino para marchar junto a ellos hasta la cercana Estepa, bien resguardados y protegidos por la seguridad que nos daba su compañía.
Y por fin salimos.
Los caballeros y el fraile avanzando delante, y nosotros después con las mulas atadas en reata, dejamos atrás el manantial de Roya con el amargo recuerdo de la experiencia que allí nos tocó vivir.
A escasa distancia subimos una suave cuestecilla, y al llegar arriba, la vista y el alma se nos alegró a todos.
¡¡Allí estaba frente a nosotros el castillo con sus fuertes torreones y murallas, semejando una gran corona alargada y ceñida sobre la cima en derredor del cerro, protegiendo la villa!!
Sólo nos faltaba ya recorrer una legua escasa y unas cuantas curvas en el camino para llegar al pie mismo de la fortaleza.
Continuamos cabalgando con grandes deseos de ver finalizado el viaje, y con buen paso, llegamos al fin a divisar una pequeña ermita que hay en un barrio nuevo a la entrada de uno de los arrabales de la villa, y que según mi tío está dedicada a la advocación de la Vera-Cruz.
Al llegar nos apeamos de las cabalgaduras y fuimos a entrar en ella, donde oramos agradeciendo infinitamente a Dios el habernos otorgado la gracia de llegar salvos a Estepa. El religioso y los cuadrilleros que lo escoltaban hicieron lo mismo.
Una vez terminadas nuestras oraciones, desde el mismo oratorio iniciamos un último y lento ascenso al castillo por el barranco de la Cuesta, que va por un carril mal empedrado hasta una de las entradas de la antigua villa, y que pasando por debajo de la cara norte de la torre mayor, también llamada del Homenaje, llega hasta las mismas puertas de la Iglesia de Santa María la Mayor, en la cúspide del cerro, y en pleno corazón de Estepa.
El grupo de caballeros que en esos momentos llegaba, estaba compuesto por cinco hombres; mas a nosotros pareciéronnos el más hermoso de todos los batallones.
Cuatro de ellos vestían de negro y venían bien armados y pertrechados para la defensa. El otro llevaba un hábito blanco y nos pereció un fraile. Y así era en verdad.
Al oír nuestro angustiado clamor en demanda de ayuda, hundieron las espuelas en los costados de sus cabalgaduras y subieron veloces los cuatro que vestían de negro, haciendo volar sus capas con el aire de la rápida galopada que emprendieron, quedándose el fraile atrás rezagado a lomos de su caballo, con lento caminar y sin demasiados ánimos de socorrernos.
-¡Ténganse presos de la Santa Hermandad! -gritaba fuertemente uno de ellos.
Oír los malhechores el nombre de la Santa Hermandad, y volver sus caras sorprendidos y aterrados, fue todo una misma cosa.
Al punto, dieron un salto rápido y ágil, montaron en sus caballos y con las espadas empuñadas espolearon también, dirigiéndose a toda prisa hacia los altos tajillos y riscos de la sierra, por una vaguada de suave acceso que hay cerca de la fuente.
Los hermosos corceles de unos y otros, resoplaron y se oyeron grandes relinchos y bufidos al sentir los animales el dolor del hierro de las espuelas, cuando les picaban en los ijares para salir zumbando.
Los cuatro jinetes de negro fueron tras sus pasos con el animoso empeño de echarles mano y ponerles grillos, mas la cuesta que acababan de subir poco antes, había aumentado el resuello y menguado las fuerzas de sus caballerías, mientras que las ágiles cabalgaduras de los desalmados estaban frescas y descansadas, por lo que en su precipitada y veloz huída hacia los tajos de la sierra, se fueron distanciando cada vez más de sus perseguidores hasta desaparecer entre los arbustos y matorrales, poniéndose bien a salvo allá arriba en los escondites.
Los otros, al ver que era imposible darles alcance, volvieron atrás sus monturas y desandando el camino, bajaron a auxiliarnos por si era menester hacerlo, a causa de las posibles heridas que nos hubieran hecho aquellos salteadores de caminos.
Por suerte para nosotros, aún no habían llegado a probar el buen afilado de sus alfanjes en las temblorosas y pálidas carnes de nuestros cuerpos.
El fraile desde lejos seguía observando lo que ocurría, sin haber perdido su segura posición a lomos del caballo.
Jinetes y caballerías descansaron jadeantes y después bebieron de aquella fresca agua.
Luego nos dijeron que eran conocedores de las barrabasadas cometidas por quienes nos habían asaltado, y que tuvimos una gran suerte haciendo el Destino que acertaran ellos a pasar por allí en esos momentos, pues los escapados no eran sino malhechores moriscos de las Alpujarras granadinas, que iban fugitivos de las justicias por haber cometido varios asesinatos sin piedad, para robar luego a sus víctimas.
Por las cercanías de la villa de Loja habían asaltado a un desafortunado viajero comerciante que desde Granada se dirigía hacia Málaga, al que después degollaron una vez que le hubieron arrebatado la bolsa y las demás pertenencias de valor que consigo llevaba.
Siguieron después el camino hacia Antequera, donde volvieron a escoger otras desgraciadas víctimas con las que hicieron atroces fechorías muy dignas de aquella gentuza.
Y así, toda una ristra de espeluznantes robos y asesinatos que venían cometiendo por las villas y caminos por donde pasaban, sin haber sido atrapados hasta ahora por justicia alguna, a pesar de ser perseguidos desde que salieran huidos de las Alpujarras.
Tuvimos suerte, ¡loado sea Dios! por haber puesto en nuestro camino a los hombres que nos salvaron.
Ellos dijeron ser los llamados familiares de la Inquisición, que estaban al servicio del Tribunal del Santo Oficio, y que venían dando escolta al fraile de la Orden de Predicadores de Santo Domingo, que desde Sevilla se dirigía a Granada, adonde había sido enviado por el dicho Tribunal para organizar y presidir luego un auto de fe en el que serían juzgados varios moriscos, algunos judaizantes y unos cuantos herejes seguidores de otras distintas corrientes religiosas no católicas.
Este fraile de prominente cabeza tonsurada, a pesar de su cara bonachona y aspecto rechonchote, con la misma mano que beatíficamente lanzaba bendiciones por doquier, firmaba luego las más terribles sentencias que harían llegar a los desgraciados condenados ante la presencia de su Divino Hacedor, previo paso por la tortura, la hoguera o la horca.
Pero a nosotros, y merced al Destino, nos habían salvado de morir en aquél punto y hora, por lo que mostramos a todos ellos un especial aprecio y gratitud, sin olvidarnos de correr a besar efusiva, pero fingida y falsamente la mano de su paternidad el fraile, por la poca voluntad y presteza habidas en él para socorrernos.
Tuve que hacer forzadamente aquél gesto de reverencia, aún estando frescas en mi mente las palabras de mi señor. Pero es mucho el respetuoso acatamiento que en estos tiempos se debe al Tribunal del Santo Oficio y a sus miembros.
Con el miedo aún metido en lo más hondo de nuestros desencajados cuerpos, y mis calzones muy mojados, ya no queríamos permanecer allí por más tiempo, temerosos de que pudieran volver los bandidos moriscos.
Desatamos las mulas y quedamos prevenidos y listos, a la espera de que nuestros salvadores bebieran y descansaran, pero con grandes ansias de ver cómo éstos se ponían al fin en camino para marchar junto a ellos hasta la cercana Estepa, bien resguardados y protegidos por la seguridad que nos daba su compañía.
Y por fin salimos.
Los caballeros y el fraile avanzando delante, y nosotros después con las mulas atadas en reata, dejamos atrás el manantial de Roya con el amargo recuerdo de la experiencia que allí nos tocó vivir.
A escasa distancia subimos una suave cuestecilla, y al llegar arriba, la vista y el alma se nos alegró a todos.
¡¡Allí estaba frente a nosotros el castillo con sus fuertes torreones y murallas, semejando una gran corona alargada y ceñida sobre la cima en derredor del cerro, protegiendo la villa!!
Sólo nos faltaba ya recorrer una legua escasa y unas cuantas curvas en el camino para llegar al pie mismo de la fortaleza.
Continuamos cabalgando con grandes deseos de ver finalizado el viaje, y con buen paso, llegamos al fin a divisar una pequeña ermita que hay en un barrio nuevo a la entrada de uno de los arrabales de la villa, y que según mi tío está dedicada a la advocación de la Vera-Cruz.
Al llegar nos apeamos de las cabalgaduras y fuimos a entrar en ella, donde oramos agradeciendo infinitamente a Dios el habernos otorgado la gracia de llegar salvos a Estepa. El religioso y los cuadrilleros que lo escoltaban hicieron lo mismo.
Una vez terminadas nuestras oraciones, desde el mismo oratorio iniciamos un último y lento ascenso al castillo por el barranco de la Cuesta, que va por un carril mal empedrado hasta una de las entradas de la antigua villa, y que pasando por debajo de la cara norte de la torre mayor, también llamada del Homenaje, llega hasta las mismas puertas de la Iglesia de Santa María la Mayor, en la cúspide del cerro, y en pleno corazón de Estepa.
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