El monarca mandó dejar una imagen de la Virgen que representa la Asunción de Nuestra Señora, y desde aquél mismo día quince de agosto, la tradición dice que fue tenida por Patrona y valedora de la fortaleza y de todos sus moradores. Desde entonces han transcurrido más de tres siglos de vida e historia, pues a la presente, cuando esto escribo y lo doy a la luz y al conocimiento, corre el año del señor 1571, y hállome viejo del cuerpo y enfermo del espíritu, por las muchas llagas que en forma de penalidades sufrió mi alma; y casi tullido por las heridas que en demasía tienen mis huesos y carnes, hechas todas en las numerosas campañas y guerras en que luché, siempre en favor de la defensa de las fronteras y territorios en los que reinaba nuestro señor el emperador don Carlos V de Alemania, también monarca de Castilla y de toda la España y las Indias.
Al avistarnos y advertir que eran perseguidos, con grande priesa y agilidad desplegaron las velas, y a todo trapo, pusieron proa hacia tierras del Magreb en un intento de escapar del fuego artillero de las bombardas y cañones españoles, y fueron a resguardarse en la costa de Argel; seguro bastión y refugio del tal “Barbarroja”.
Llegaron, desembarcaron y se ocultaron desapareciendo de nuestra vista, escondiéndose bajo la arena y entre la vegetación de la playa. La flota española quedóse fondeada y nosotros desembarcamos también a bordo de bateles de remos, dirigiéndonos a la costa para darles persecución y castigo. Pero allí nos estaban esperando. Nada más bajar de nuestras barcas y pisar la playa, los piratas árabes comenzaron a salir de debajo de la arena pareciendo más bien que emergían de la tierra y brotaban de entre los matojos. Aquello fue un infierno donde se hizo preciso luchar cuerpo a cuerpo para mantener a raya a tanto enemigo enardecido y rabioso.
Cuando acometiendo yo corría al lado de otros compañeros de armas, de la maleza surgió uno de aquellos demonios que enristrando su lanza, vino a clavarla en mi costado derecho atravesándolo de lado a lado rompiendo una de mis costillas al entrar, y otra más, al salir la pica por mi espalda, llegando a dañarme las entrañas que sirven para respirar.
En el fragor de la lucha nos dimos cuenta que de ser perseguidores, nos habíamos convertido en perseguidos y víctimas de una terrible emboscada, al acudir al lugar gran número de berberiscos que en tierra aguardaban para socorrer a los que huían. Por lo que los soldados que no habían sido heridos, volvieron a tomar los bateles para remar cuanto podían, dirigiéndose a los galeones que quedaron anclados a cierta distancia de la costa.
Los que fuimos víctimas de sus lanzas y alfanjes, quedamos allí maltrechos y desamparados yaciendo sobre la fina arena amarilla de la playa, derramando abundantes ríos de sangre por las heridas, pareciéndonos que con ella se nos iba también la misma vida. El dolor que sufría era tan insoportable, que casi perdí mis sentidos. Y en viéndome fenecer allí tan lejos de mi Estepa, no tuve otro pensamiento más que poner mi ánima en buena disposición de ser recibida por Nuestro Señor.
Mas cuando las fuerzas me dejaban, la vista hacíame ver nubloso y desvanecido, y los oídos apenas percibían ya sonido alguno, tan sólo tuve impulsos para implorar un último socorro a mi Patrona: -¡Santa María de la Asunción! ¡Váleme, Señora! –Exclamé desesperado-.
Estas fueron las únicas palabras que pudieron salir de mi garganta cuasi sin ímpetus, y al pronunciarlas, íbanse desvaneciendo de mi ser los sentidos que rigen las mientes, y las fuerzas abandonaban todo mi cuerpo. En aquél lugar creí llegada mi hora última, cuando súbita y misteriosamente apareció allí y acercóse caminando hacia mí una bella mujer de mediana edad, que por sus ropas parecía ser árabe. Envolvía su cuerpo un vestido blanco, y sobre la cabeza descansaba un manto azul claro que cubriendo su oscuro cabello, descendíale hasta los pies.
La mujer arrodillóse a mi lado sobre la arena mojada de la playa, y con sus blancas manos alzó mi cabeza incorporándome un poco mientras me reconfortaba con su dulce voz diciendo:
-“No sufras más, Rodrigo, duerme y descansa”.
Esas fueron las postreras palabras que escuché y los últimos ojos que vi, pues los sentidos abandonábanme apresurados creyendo yo que mi existencia llegaba a su fin, y el alma alzaba el vuelo al encuentro y amparo del Hacedor.
Al ver que los botes españoles zarpaban adentrándose en la mar, levando anclas y soltando trapo las naos poniendo agua de por medio, los piratas berberiscos tornaron a la playa y llevaronse cautivos a los heridos, para pedir por ellos un rescate cuando bien hubieran sanado las llagas de sus descalabrados cuerpos. Yo fui uno de aquellos que recogieron del suelo arenoso sin muchas esperanzas de poder recuperar la salud, merced a las graves heridas que había en mi costado y espalda. Pero mis compañeros de prisión velaron por mí durante los varios meses que permanecí ausente de este mundo; inconsciente con escalofríos y calenturas. Mas con las pócimas y medicinas que los moros me daban, así fui recobrando poco a poco las fuerzas perdidas, hasta sanar, para luego exigir por mí el abultado rescate que en monedas de oro y plata habría de pagar mi familia.
Tras casi un lustro de cautiverio en las lóbregas mazmorras de Argel, el rey, los alcaides de nuestros castillos y villas, y las familias, lograron reunir las riquezas que como botín, reclamaban aquellos bandidos por nuestra vida y libertad. En una fragata de la corona de Castilla que vino a nuestro rescate y liberación, zarpamos de las costas de Berbería hacia el puerto de Málaga, donde llegamos con bien. Con mis deudos que allí esperaban, en caballerías regresamos a casa tomando el tortuoso camino de los montes de Málaga que nos llevaría a Antequera, para desde allí, encauzar nuestra marcha hacia la cercana villa de Estepa, donde como he dicho, nací. Nada más llegar a ella y traspasar las puertas de sus murallas, mis pasos se encaminaron hasta la iglesia-fortaleza de Santa María la Mayor, para dar gracias por mi recuperación y regreso.
Al entrar en el templo, una grande emoción conmovió mi alma al ver a la Patrona de la villa sobre su pedestal de reina, colocada en uno de los retablos del oratorio. Mientras más me acercaba a Ella, mayor era mi admiración al verla tan radiante con su vestido blanco y su manto azulado.
Las lágrimas no me dejaban distinguir con claridad su rostro, pero tuve gran estremecimiento al sentir la extraña sensación de haber visto antes y en otro lugar, la cara de aquella imagen de mujer. Y de rodillas me aproximé y miré sus hermosos ojos. Entonces, a mis sentidos volvieron involuntariamente aquellas palabras de auxilio: ¡”Santa María de la Asunción! ¡Váleme, Señora”!
Derramando lágrimas por la turbación, incliné mi cabeza para besarle los pies, y a la sazón, cuán grande sería mi asombro, que llegó al límite de lo más grandioso al descubrir que sus pies, los pliegues bajos de su vestido blanco y el manto azulado, estaban mojados y manchados de fina y húmeda arena amarilla. En aquel momento, y en lo más hondo de mi ser, resonaron las suaves palabras que un lejano día oí en tierras moriscas, cuando hallábame cuasi hundido en las sombras de la muerte: -”No sufras más, Rodrigo, duerme y descansa”.
Entonces lo entendí todo. Aunque nadie jamás pudo ni supo explicar con buen tino el misterio de la extraña aparición de aquella húmeda arena que manchaba sus pies y vestidos: pero yo sí lo supe, desde el mismo instante de mirarla a los ojos; mas nunca hasta ahora lo dije.
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